FUNDACIÓN NUEVAS GENERACIONES- SEDE NEUQUÉN
El caso Vicentín, del cual mucho se ha hablado esta semana, nos debe ayudar a pensar a los argentinos sobre cuál es el rol que debiera ocupar el Estado en la economía. Por supuesto que esta pregunta tiene respuesta abierta y difícilmente nos podamos poner todos de acuerdo. A grandes rasgos, las escuelas económicas ofrecen distintas visiones sobre cómo y cuándo el Estado debe intervenir y en qué mercados hacerlo. En este sentido, la historia ha premiado con el Nobel de Economía a liberales como Friedrich Hayek y Milton Friedman como así también a intervencionistas como Joseph Stiglitz y Paul Krugman. Lo que hoy parece inadmisible es que los argentinos sigamos discutiendo si abrazamos el capitalismo o el comunismo.
Resulta sorprendente saber que las ideas comunistas siguen teniendo una penetración importante en nuestra sociedad a pesar de haber sido refutadas al poco tiempo de su divulgación. En la década de 1870 surge lo que en economía se llamó la “revolución marginalista” que fue, ni más ni menos, el descubrimiento de la teoría del valor que rige toda la economía moderna, la misma rebatió la piedra angular del marxismo: la teoría del valor trabajo a partir de la cual surge el término “plusvalía”. Pero, como si esto fuera poco, en 1922 el economista austríaco Ludwig von Mises da los primeros pasos de lo que posteriormente se denominó “teorema de la imposibilidad del socialismo” demostrando que es imposible asignar recursos escasos de manera eficiente en ausencia de un sistema de precios que surja del intercambio de propiedad privada. Mises fue capaz de predecir el fracaso de la URSS 70 años antes de la caída del Muro.
Por más abrumadora que sea la evidencia teórica y empírica, Argentina aún no define un modelo de país que delimite lo privado de lo público. Y aquí no pongo en duda si el Estado debe o no ayudar a las empresas, sino a cómo debe ayudarlas.
La manera correcta de ayudar al sector privado es promoviendo las instituciones necesarias para que las empresas se desarrollen y compitan en un entorno de reglas claras, es decir en un entorno de seguridad jurídica que de previsión y permita que cada empresario, pequeño o grande, pueda pensar su negocio en un horizonte lo más amplio posible. Las grandes inversiones requieren largos periodos de recupero y, en ese aspecto, las garantías sobre la propiedad privada son cruciales. No hay incentivos posibles para el desarrollo económico bajo la constante amenaza de expropiación.
Las llamadas instituciones inclusivas, que explican el desarrollo económico de los países exitosos, tienen cuatro pilares fundamentales: 1) garantías sobre los derechos de propiedad (esto incluye límites a la presión tributaria), 2) acceso a un sistema judicial imparcial, 3) libertad de los individuos para elegir ocupaciones y negocios y 4) servicios públicos de calidad con un marco regulatorio adecuado.
Obviamente, bajo estas instituciones mencionadas existirán empresas que ganen dinero y empresas que quiebren. El éxito o fracaso empresarial son propios de la actividad económica y, en este contexto, es sano que sobrevivan quienes mejor satisfacen al prójimo con bienes y servicios de mejor calidad a menor precio y que quiebren quienes no logran asignar recursos escasos de manera eficiente. La quiebra de empresas ineficientes permite en el largo plazo que factores productivos sean reasignados de acuerdo a los usos más valorados por las personas y eso siempre genera riqueza para el conjunto.
Sin embargo, cuando un Estado con rasgos marxistas mete la cola en la economía crea distorsiones generando que algunas empresas ineficientes sigan funcionando a costa de la quiebra de empresas que, en otros entornos competitivos, hubiesen sido exitosas. Ejemplos de esto sobran en Argentina, la presión tributaria récord y las excesivas regulaciones generan obstáculos a emprendedores y empresas locales que terminan cerrando sus puertas o mudando sus filiales. Por el otro lado, vemos sobrevivir empresas como Aerolíneas Argentinas, Yacimiento Carbonífero Río Turbio e YPF las cuales, por ejemplo, terminaron con un déficit consolidado en 2019 de $75 mil millones. Vale decir, que las pérdidas sistemáticas de estas empresas estatales se financian en última instancia con impuestos que cobra el Estado a quienes intentan desarrollar la empresarialidad de manera genuina. O sea, hay una permanente transferencia coactiva e invisible de recursos de quienes generan riqueza compitiendo hacia quienes no tienen restricción presupuestaria y no compiten. A la larga, esta dinámica destruye a los generadores de riqueza. La única soberanía que los argentinos necesitamos es la que avala la Constitución, la soberanía que el Estado de Derecho garantiza sobre las libertades de los individuos y su propiedad, la soberanía de elegir cómo producir, cómo comercializar, con quién hacerlo y cuándo hacerlo. Que no nos mientan, la única soberanía que determina el éxito económico del conjunto es la soberanía de las personas.
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