Esa tradicional casita de Tucumán que todos hemos dibujado alguna vez, expresa ese grito contenido de “Libertad”, alberga tiempo pasado que se convierte en historia.

Diego de Rojas fue el primer conquistador español que llegó a la provincia, en 1550, por los Valles Calchaquíes. La región estaba poblada entonces por tres naciones diferentes: los indios Diaguitas, los Tonocotés y los Lules.
En 1565 arribó Diego de Villaroel con la orden de fundar la ciudad.
A unos 40 kilómetros de la actual capital de Tucumán, se encuentra un lugar llamado Ibatín y fue allí en donde, el 31 de mayo de ese mismo año, se realizó la primera fundación de “San Miguel de Tucumán y Nueva Tierra de Promisión”.

A lo largo de los tiempos coloniales, Tucumán fue el eje demográfico, económico y comercial del Río de la Plata y era la ruta obligada hacia el Alto Perú.
Ibatín en la voz tonocoté, pueblo originario, significa tierra labrada y para los españoles tierra próspera.
La ciudad tenía la forma de un tablero de damas, un cuadrado con siete manzanas de cada lado; cuarenta y nueve manzanas con la plaza en el centro.
Inicialmente, era más bien una aldea fortificada, ya que existían solamente unos cuantos ranchos de paja rodeados de una empalizada. Una zona céntrica más poblada alrededor de la plaza.

Sus tierras estaban habitadas por mercaderes, criollos, encomenderos y comunidades originarias. La fertilidad de su suelo la transformó rápidamente en un lugar pujante con prospera actividad comercial basada en su producción agropecuaria y en sus industrias. Gracias a las riquezas de sus bosques de cedros, nogales, algarrobos, robles y lapachos, se fabricaron las mejores carretas que eran comercializadas a todo el virreinato.
Sin embargo entre 1630 y 1656 se dieron las guerras de Calchaquí, las contingencias climáticas de la zona modificaron el agua haciéndolas poco salubres, se modificaron las rutas comerciales y las inundaciones anegaron el lugar.
Los vecinos supieron resistir.
Luego de 120 años de historia debieron trasladar el asentamiento a “La Toma”, actual emplazamiento de San Miguel de Tucumán.
Sin antes, realizar un cabildo abierto para intentar remediar la dramática situación.

Surgieron allí dos iniciativas: una, que postulaba limpiar el cauce del río para evitar futuros desbordes y la otra, más radical, que obtuvo mayoría de votos y proponía directamente abandonar la ubicación actual y trasladarse.
La re-fundación ya no estaba a cargo de los españoles sino de hombres del lugar que mantuvieron la “promisión” de sus inicios y su capacidad de decidir su destino.
Nadie imaginaría, en aquellos momentos que se estaba dando vida a la capital de la futura provincia de Tucumán, cuna de trascendentales sucesos de la historia Argentina.
Los vestigios de Ibatín están bajo tierra, en las 100 héctareas que expropió en 1944 la Intervención Federal de la Provincia, para preservarlas como reliquia histórica.
Entre ellas despojos de un Cabildo, centro político de la ciudad primitiva. Una iglesia y un Colegio que indica el paso de los primeros jesuítas. Una calle real que era la salida al Alto Perú.
Las ruinas del primer San Miguel de Tucumán son las más antiguas de la ciudad virreinal que se conocen en nuestro país.
También traerán a la memoria el dolor de los vencidos, de los miles de indígenas explotados en la encomienda y de los cientos de esclavos africanos traídos desde el Perú.

En la libertad se juega la identidad, lo no contado y lo que se va develando, la reivindicación de quienes estuvieron antes de nuestra propia historia, los emancipados y los conquistados, sus lugares y en ellos los rastros de lo que fueron y fuimos, para ser lo que somos.
A 204 años de nuestra Independencia, Tucumán el Jardín de la República si algo tiene es historia. Algo de ella se escribió desde Ibatín.