Por Sandra Pitta *
Un médico infectólogo escucha a un periodista explicarle que los niños sufren mucho el encierro. El médico lo minimiza. El médico es pediatra y lo minimiza. El periodista le cuenta que los padres a veces llevan a los niños a jugar o a ver a sus abuelos en forma clandestina, violando la prohibición vigente. El médico pediatra le pide que no use el término “clandestino” porque le recuerda la dictadura. Otro médico infectólogo insulta a una profesional con la que debería debatir, y le dice que siente herido por el término infectadura, porque le recuerda la dictadura y el genocidio.
Los infectólogos, casi demiurgos en esta pandemia infinita, nos remiten a castigos divinos. Devenidos en cancerberos en nombre de la salud pública, dictaminan qué debemos pensar, sentir, hacer. Lo hacen con dureza, sin contemplaciones, ajenos a las angustias diarias de quienes se preguntan si van a sobrevivir el cataclismo económico que nos depara esta forma de gestionar una cuarentena. Una cuarentena en la que no está claro si el rol protagónico lo cumple el virus o los infectólogos. En su afán por salvar vidas, no piensan en las muchas que se pueden perder. Ven la enfermedad, pero no al enfermo. En la comunidad médica las voces disidentes se alzan, apenas perceptibles. Ellos también están invisibilizados.
Mientras tanto, el presidente nos indica cuando y por qué debemos sentir angustia. El cierre de un negocio no nos puede ocasionar angustia. La pérdida de un trabajo tampoco. Un gobernador nos recuerda que un “bicho” chiquito nos puede trastornar la vida y hacer repensar nuestros valores, para reemplazarlos por los valores que él considera adecuados. El desprecio por el individuo arrasa. La impronta de lo colectivo, lo amorfo, se cierne sobre nosotros.
La ciudadanía no es vista como un conjunto de seres humanos responsables, sino más como un ejército al que hay que disciplinar. La infantilización de la sociedad está presente en cada discurso.
El neologismo infectadura perturbó a propios y ajenos, pero no por banalizar la dictadura, sino por invertir los roles. Me pregunto: ¿Existe un temor en la sociedad argentina a convertirse en aquello que combatió? ¿O existe una sobreactuación por aquello que no combatió? ¿O, en realidad, la sociedad argentina no puede ver el peligro, salvo que se presente con botas, fusiles y Falcons verdes?
El kirchnersimo expropió causas y palabras. Se apropió de la ciencia, los derechos humanos, la justicia social. Tanto expropió que los expropiados deben pedir permiso para poder usarlas. Tanto expropió que los expropiados normalizaron que esas causas y palabras ya no les pertenecen.
Noventa días sin Poder Judicial, salvo para causas “elegidas”.
Noventa días casi sin Poder Legislativo, y con reglas, consensuadas, que el oficialismo rompe sin importarle.
Noventa días gobernados con la arbitrariedad de decretos de necesidad y urgencia.
Noventa días de pérdida de derechos y libertades individuales.
Quizá la banalización la están haciendo aquellos que señalan banalizadores. En esta sociedad impregnada por el COVID, muchos se han convertido en anósmicos ideológicos, por convicción o por conveniencia. Quizá algunos todavía no hemos perdido el olfato para detectar cuándo una democracia está en peligro
Expropiar la palabra. Apropiarse de los hechos. Disciplinar la historia. Falsificar números. Adueñarse de la cultura. Someter a la ciencia. El neologismo infectadura no es la banalización de una época atroz. El neologismo infectadura es el intento de evitar la reedición de lo banal.
*Sandra Pitta Farmacéutica y Biotecnóloga, Investigadora CONICET, Coordinadora de los Equipos Técnico-Profesionales de Banquemos