Por Martin Rostand
Sin gente en la calle es más fácil gobernar. Obvio.
Mucho se ha hablado desde que comenzó la cuarentena de este aspecto de la personalidad humana que se ha visto gravemente afectado por el encierro al que somos sometidos en aras de proteger nuestra salud y evitar la proliferación del Virus, al que se lo ve como un perverso enemigo.
Quizás lo sea, pero seguro que no es el único enemigo que tenemos.
El temor como herramienta, voluntaria o involuntaria, pero ejercida sin distinción por todos los que abogan por esta estrategia como el único modo, o al menos el más eficaz para luchar contra la pandemia, ha sido uno de los componentes más nocivos que está teniendo esta penosa situación. Y puede ser otro perverso enemigo.
Desde los ámbitos oficiales se usa al miedo como incentivo para que nos quedemos en nuestras casas. Deberíamos decir en nuestros hogares, pero en esta asolada Patria en la que vivimos, mucha gente no tiene hogar. Apenas tiene una casa. Y muchos, ni siquiera eso.
Pero volviendo al tema, si tenemos miedo, es lógico que nos refugiemos, entonces, nos lo infunden, porque, además de lo sanitario, sin gente en la calle es más fácil gobernar. Obvio.
Es como en las películas de terror. Siempre está la amenaza presente de que en cualquier momento aparezca “el monstruo” que centraliza la historia, pero nunca lo hace y eso angustia al público de una manera irresistible.
Increíble metáfora de la realidad. El virus no se ve, no se toca, no se huele pero está. A cada momento nos dicen que está y que es letal, peligrosísimo y que si no nos importa cuidarnos por nosotros mismo, al menos que lo hagamos por el prójimo, con lo cual, además de miedo, también nos infunden culpa.
El encierro nos afecta. De muchas maneras distintas.
En primer lugar afecta nuestras libertades y resignarlas es algo que se paga muy caro en términos emocionales o psicológicos, aunque no tengamos una conciencia muy clara de lo que esto implica.
Angustia no poder concretar lo que teníamos incorporado como hábitos en nuestras vidas. Encontrarnos con amigos, pasear, caminar al aire libre, visitar los cafés o simplemente salir y volver a casa cuando se nos dé la gana.
Esto lo sufre quien simplemente está encerrado en su casa, tranquilo, con la seguridad de que, aunque no trabaje, a fin de mes cae automáticamente el sueldo en su caja de ahorros.
Pero es dramático para quien no recibe nada del Estado y lo aporta casi todo.
“Tener que escaparme de la policía para poder trabajar. Nunca imaginé que iba a vivir esto”, dice alguien que tiene que recorrer la ciudad para entregar los productos que vende.
“No aguanto más. Estoy pensando seriamente en sacar toda la mercadería a la calle y quemarla. Después me pido un plan y ya veo que hago”, dice al borde de las lágrimas otro comerciante que le debe $300.000 a la AFIP, tiene $500.000 de mercaderías en su negocio y una demanda por $1.7 millones del único empleado que tuvo durante 20 años y que se dio por despedido al no cobrar dos sueldos.
Este quizás sea el factor que más pesa.
El que afecta a los emprendedores. A los que no reciben nada y lo dan todo. Dan empleo, pagan impuestos, mueven la economía y se quejan poco, calladamente.
Ellos son el impulso que nos mueve. Sin sus contribuciones, el Estado no funciona.
Si ellos no pagaran impuestos, nadie cobraría sueldos en el Estado.
Necesitan entenderlos.
Deberían gobernar mirándolos a ellos, antes que a ninguna otra cosa.
Necesitamos entenderlos.
Dependemos de ellos, no de los gobiernos.