Por Gisela Colombo
PARA EL FEDERAL NOTICIAS
Una sola casualidad rompería el universo.
Ella (aunque no lo hizo), me dirá que las circunstancias tienen estructuras inviolables y que en caso de que me quiera será para cumplir mejor con disposiciones escritas en el aire y porque esa es la suma de nuestras existencias. En fin, lo que nos corresponde. Supe que ya no deseaba blasfemar contra el azar, de todos modos una tarea inútil. Además no puedo proceder contra el mundo porque ahora en el mundo está ella. Pero no demasiado. Digamos que esa ventana que está ahí es toda la porción de realidad que recibe.
La ventana es agradable especialmente al declinar el día o durante largas horas si estamos en el otoño, aunque la luz sea menor. Desde allí puede verse sobre todo un jardín. Sin embargo yo no me sé el nombre de las flores que viven en el patio interno y que respiran silenciosamente y de espaldas, si es que ello les estuviera permitido, a las paredes que les dan abrazo. Supongo, aunque nunca estuve allí, que el cielo debe verse cuadrado desde sus pobres alturas de flores. Es posible que la perspectiva desde el cielo sea recíproca. Asuntos sin interés, sin embargo.
En todo caso, mi costumbre habitual es ella y luego caminar por este pueblo que tan ruidoso se ha puesto últimamente. Furia para mis amigos, que según ellos, es porque no hay nadie a quien querer. Cada vez que me detengo en una esquina, cualquiera sea, es para cavilar sobre esa opinión, por más que los vecinos detrás de sus persianas me crean en posesión de una larga rareza que me lleva al ridículo. Quizás estas calles anchas confirman de algún modo esa desolación: nadie a quien querer. En cuyo caso, poblar las horas es un trágico ajedrez de intentos y distracciones, demasiado evidente desde atrás de sus persianas. Empero en mí vive ella, y por otra parte, sus ventanas son muy diferentes de la mía.
En la habitación, además de la ventana y las reverberaciones del jardín que llegan a través, hay una biblioteca que no dura demasiado, aunque ella se sigue buscando en una de sus páginas que según creo ya la encontré. Sé que es mejor callar para no señalar el libro ni la página y piense mientras tanto que el autor multiplicado es infinito y que no es Borges, o bien, que Borges vale tanto como cualquier otro. Entonces cuando su fragilidad recorre el pueblo junto a mí y ve las inconveniencias de la realidad, yo debo abrazarla sin que lo sepa, para que no avancen sobre ella los muchos velos de este espejismo.
Anoche fue que caminamos. Vimos a un tiempo la tristeza persiguiendo a las gentes como asimismo las breves y violentas convulsiones de la juventud, vimos como todos ellos entraban a un laberinto de juguete buscando los nidos de luces que los enceguecían y se desplazaban por el territorio de la insignificancia, para volver de él con la misma indiferencia. Vimos motores gritando sus espasmos, tatuajes, el suelo de una plaza cubierto de pisadas que se apoyaban completamente en el mundo, el aire de esa plaza cruzado por músicas rápidas, el desconsuelo de mis amigos porque ninguno de ellos dejaba en paz al silencio, a la vida, vimos minutos en que se agolpaban los ritmos frenéticos en los rostros hasta que perdían sus rasgos más notables y armaban una ola anónima de caras iguales. Pensé que en cualquiera de esas caras podría verse la historia de todos y Cecilia se estrechó junto a mí con una tristeza insondable que le tomaba la boca, y luego comenzó a darse al temblor como el borde del fuego. La sombra deforme de esas vidas llegó hasta nosotros y procedí con literaturas, pedazos de frases, tuve que devolverla a la habitación con ventana. Se acostó despacio, perdiendo de vista la lóbrega cuerda del horizonte. Luego fue debilitándose su animación mientras le murmuraba en sus proximidades la primera parte de “Ejercicio sobre libre amor”. Y aunque ella ya dormía, yo sentí la populosa gravitación que me retenía en su mismo espacio, un lugar donde fácil fue notar los silencios que fueron creciendo en su cara pero no en su boca, obstinada en decir las palabras de su sueño que yo, no sé por qué, no podía escuchar. Dormía, pero aún en su mano abierta buscaba algo entre la rareza del aire de esa noche, y yo, yo no podía saber nada respecto a este punto, si era algo que buscaba o simplemente una negación expresada desde una capa muy notable de su existencia. Pensé: ojalá que lo que busque sea mi mano.
A la mañana siguiente caminamos otra vez por el acceso nuevo del pueblo. Un sol redondo, tremendamente redondo, viajaba en su ruta única hacia el alféizar del mundo, y de a poco fuimos viendo la peregrinación de árboles desfilando hacia la ruta, y asimismo hacia los límites del pueblo que morían tragados por esa boca de asfalto y esa ruta que llevaba a otra parte, tal vez para siempre, y por la que ella iría a viajar algún día.
Hablamos, y Cecilia giraba su cabeza de continuo para mirar con curiosidad palabras que le gustaban. Y muy bien sé que de todas las realidades que atravesamos estando despiertos, esta era una que ella aceptaba y que la alejaba de la tristeza, aun cuando estábamos hablando de tristezas y de las cosas que nunca pasan.
Al regresar, dos vecinas conversaban agitadamente.
Esa conversación me devolvió a la calle y mencioné las penas obligadas con que el Conde de Lautréamont fue haciendo su único libro, “Los cantos de Maldoror”. Y esas penas lo fueron tomando de un modo tal que su sola posibilidad literaria fue la diatriba, el escarnio, una prosa por demás colérica, quizás como ninguna otra, pero detrás de ella podía leerse la angustia. Recordé y callé un breve ensayo que había escrito tiempo atrás sobre Lautréamont:
“…Sabemos además, que toda poesía es una expresión inmediata, pero que los mundos que la rigen son distintos a la imperfecta realidad. No nos es posible conjeturar en que época ni con qué significado se revelará el poema; no depende del poeta, ni de nosotros. Cincuenta años después de publicado fueron necesarios para que el universo lautremoniano incursionara en éste, y aun así, la mera refutación del hombre esconde una operación (como corresponde a toda literatura) mágica. Salimos tan asqueados y avergonzados de la humanidad que no nos queda otra salida que hacer el bien.
Una vez derrocado y corrompido el frágil velo de nuestro presente, es fácil suponer la reunión de un comercio de ideas desdichadas que florecen en boca de Baudelaire, de Almafuerte, de Nietzche, de Artaud, de Lautréamont. Ellos son el ejército, y marchan sobre el estremecimiento del vasto salvajismo de la noche. Del otro lado viven los que rehuyeron a la tempestad y los que contaron las euforias del sol, o al menos rimaron con el día. Whitman antes que nadie, Godel, Racine, Francis Bret Harte, Hölderlin, cada tanto. Muchos críticos se han encargado de ellos y creyeron ver una enfermedad del espíritu en los primeros. Y sin embargo bien sabemos que hay sueños y pesadillas, hay lágrimas y dioses, mujeres y desesperanzas; que todo, olvidémoslo o no, gira bajo la órbita desmesurada de la poesía, a veces con la indecisión de la belleza, otras con la precisión del infierno. Todavía hoy se cree que no hay lucidez en la obra de Lautréamont y que Los cantos de Maldoror corresponden a un acceso de demencia.
Esto es falso. No hay nada más organizado que la locura de un escritor.”
Entonces ella dijo que su cara habrá sido gris. Después me preguntó a qué cosas yo le tenía miedo. Aproveché ese momento para observarla con el pregusto del sueño en la mirada, continué viendo y vi los árboles soplando sus sombras cada vez más lejos, vi el sol disgregándose a través de las ramas hasta dar con el suelo de un modo mucho más pobre de cómo daba en su cara. De a poco, el aire fue espesándose para los demás, como si cansara fue abrazando todas las cosas y llevándolas hacia la inmovilidad, incluso al tiempo, atándolo a la cadencia de las piezas de museo. En esos minutos quietos la conversación de al lado se convirtió en un rumor uniforme e insondable, y en ese estado muerto del tiempo y el espacio, los pasos de Cecilia que seguían y la sombra de esos árboles eran el único moblaje del mundo. Sólo en mi interior se producía otro movimiento que se agolpaba en mis sienes como una marea, y dije: “A nada.” Vista desde un costado y a pesar de ello vista contra el cielo, pude comprobar no sólo su retrato y el resto de su bellísima naturaleza, sino también el recorte de un perfil que viaja más allá de su cuerpo, disfumándose como una imaginación, como una órbita que impone su gravedad suavemente, y que construye a su alrededor una visión borrosa que modifica las perspectivas una vez que se ha entrado en esa sujeción. Y de inmediato, vi una extraña niebla que iba apretando mi propio cuerpo y que llevaba mis razones hacia la esperanza. Tal era su fuerza, y pensé en lo pavoroso que sería su ausencia después, mis ojos se habían acostumbrado a la maravilla. No sé por qué se me cruzó la imagen del pensador de Rodín y sus ideas de piedra, y yo repitiendo su posición y en algún punto las ideas petrificadas, y sería a la noche, con Cecilia a mi lado, y entonces lo que pensaba se organizaría en una suerte de ilación fabulosa dirigida por sus ojos ensombrecidos de tristeza, pero de orden para mí.
Sobre el final del día y en la habitación, a un margen de la ventana estaba entre la media luz y otros libros “Los cantos de Maldoror”. Lo toqué y tomé su peso entre mis manos, pero eso no era lo que yo quería hacer. Me movía esforzadamente y me dije que no era necesario que sus letras vean el aire. Ya sabía lo que en ese libro estaba. Fui, también incoherentemente, hasta la ventana y pensé:
Lo que te mató fue la vida,
Lautréamont.
Los asesinos fueron ellos,
los que necesitan ir a dormir para tener sueños.
Ellos son todos.
Amontonados pájaros negros que crean la noche en el día,
tal es la oscuridad que alumbran.
¿Pero qué eras tú, Lautréamont, sino una nada
probándose la máscara de un hombre,
una débil región de esplendores en oposición?
Por eso tu muerte.
Queda demasiado débil el que le pide a dios que le muestre
un hombre bueno y no lo ve.
Entonces,
en Maldoror se fue escribiendo la tarea final de tu conciencia
y tu rencor de sílabas,
se fue construyendo el único aire que podías respirar,
levantando el imperio que te encerraba.
Pero ese país de páginas fue demasiado frágil,
también,
para las legiones y las hordas de los que duermen sin saber.
Pronto derribaron tu cuerpo:
es una asesina la mujer hermosa que no te ama,
y que no conociste, todo lo contrario.
Entre esa y otras penas, seguir resoplando fábulas,
ver los mares como un gran
moretón en el cuerpo de la tierra.
Sin embargo nadie puede abrazar al alba
y en esa imposibilidad están todas las demás.
¿Para qué seguir reprochando a dios su mala imaginación?
Es igual a la de los hombres.
Sus alientos son sombras que discuten,
opacas y dolientes luces que se devoran a sí mismas:
absurdo creer en esta realidad.
Por eso no se puede vivir con ellos.
Por eso se sabía que no ibas a quedarte a esperar la muerte,
Lautréamont.
Una gran tristeza da la libertad.
Cecilia estaba detrás de mí sin interrumpir mis cavilaciones. Impresionantemente tomó el disco de Mercury para que corra “Ejercicio sobre libre amor”. Entre otras, esa era la distancia que me separaba de Lautréamont, yo pude ver la maravilla y desde allí, edificar una nueva teoría de un universo amable que me aprobaba.
Luego ella salió un momento, quizás para dejarme solo, quizás porque sabía que esa canción no terminaría jamás y que yo podía ver desde la ventana una media luna palideciendo increíblemente cerca del cielo de noche, en silencio, apenas como un único faro que guía a las almas en esas horas en que cualquiera puede perderse, como un testigo de ojos abiertos ante la historia de la humanidad, y que acaso habrá visto cada vez con una resignación mayor. Observaba nuestras vidas como una feria y ahí estaba yo, o para decirlo mejor, estaba ese algo nuevo que soy ahora sobre la ventana. Claramente yo era un aire tibio hundido en un cuerpo que casi no reconocía. Sintiéndome así, como un paria, un extranjero de mí mismo, es como me he sentido mejor, mirando con la indiferencia que facilita el hecho de estar muy atrás, en un territorio inalcanzable para la mayoría pero no para ella y que se deja llevar impasiblemente por los pies. Desconozco cada parte de la piel que habito, y cuando otros me hablan, sólo veo sus caras y sus movimientos y pienso: ¿a quién le estarán hablando? Yo viajo entre las gentes por inercia, entre pensamientos inmóviles que de una parte a este tiempo están detenidos en Cecilia. Soy nada más alguien que mira, un ojo suspendido sin juicio para nadie, alguien que se contenta con el espectáculo del mundo sin participar. Lo demás es para los otros. Yo no lo quiero. Y en esas horas de quietud en que la lluvia comenzaba a arreciar sin obligarme a cerrar los viejos postigos de madera astillada, mi memoria fue convirtiendo sus pedazos, armando la imagen final que unía sus puntos uno a uno y que avanzaba desde un fondo hasta llegar a la más notable definición: el rostro de Cecilia se agitaba como un temperamento en la oscuridad de mis párpados y así seguiría, hasta el futuro, habitando mis progresivas dinastías de sueño. Yo nada más tenía que seguir ese rostro y dejar que se unan esos sueños y los días. Al este, olvidada, la media luna por primera vez representaba un orden confortable que se orquestaba con la vida. Y allá, mucho más allá, supuse los sentimientos que harían brillar los ángeles de Swedenborg. Recordé un pasaje:
“He visto palacios en el cielo tan espléndidos que están más allá de cualquier descripción. Sus pisos altos brillaban como si fueran de oro puro, y los inferiores como si estuvieran hechos con piedras preciosas. Cada palacio parecía más espléndido que el anterior, y lo mismo sucedía con su interior. Las habitaciones estaban engalanadas con adornos tan magníficos que no pueden ser descritos con palabras y que no se ajustan a nuestros conocimientos en artes y ciencias. En la parte orientada al Sur había jardines donde todo resplandecía por igual, las hojas parecían de plata y los frutos de oro, con macizos de flores que con sus colores creaban la sensación de un arco iris. Dentro del horizonte visual había otros palacios que enmarcaban la escena. Así es la arquitectura del cielo, a la que se podría considerar la verdadera esencia del arte, lo que no es una gran sorpresa, puesto que el arte nos viene a nosotros del cielo.”[1]
Luego pensé particularmente en ese jardín donde yo mismo iba a predisponerme al entresueño, quizás amablemente y con la paciencia que da el cansancio, pero tenderme al fin adormecido y sentir el pregusto de mi propia ausencia, liberado de todo ensayo, quitándome de encima y de una vez el peso del universo.
Sí, y sería por ese entonces un algo invisible y abandonado, movido apenas por la marea del viento sobre el jardín, con un oleaje de flores entrecruzándose y silbando sobre mi sueño pero no a mí, sino más bien a la suavidad con que entraba la tarde y sus callejones de otoño que irán tomando todas las cosas hasta darle crepúsculo a los rincones. Por unas horas, por momentos, todo quedaría en una oscuridad espesa vertida sobre ese jardín que impedirá también el paso de los presagios, algo así como una tregua, una carga de estrellas, hasta que un nuevo alba las borre y yo me levante y camine sin importarme, sin peso, como ya dije, mirando las calles y lo que en ellas hay, las literaturas, los patios internos, la cara de Cecilia, que está muchas veces en mi memoria.
(Del libro La precisión de la fiebre)
Eduardo Senac, periodista y escritor, es actualmente director del diario digital de arte y cultura El Lobo Estepario y de la revista de cultura y sociedad Viejo Mar. Ha publicado los siguientes libros:
- “Instrucciones para ser un Quijote” (1° ed.: 2003; 2° Ed.: 2004, 3° Ed.: Llanto de mudo, 2009).
- “El vals del duende” (Editorial Sueños, 2005).
- “La precisión de la fiebre” (Llanto de mudo, 2006).
- “Satori” (Llanto de mudo, 2008).
- “Libro del Centenario” en ocasión de historiar los 100 años de la Biblioteca “Estrada” de general Pico.
- El viento que pasa (El Lobo Estepario ediciones, 2018).
[1] “Del cielo y del infierno” (CLXXXV, 209)
Gisela Colombo es Licenciada en Letras. Ha escrito novelas, poemas y adaptaciones de obras de teatro. Ha colaborado en suplementos literarios y culturales. Es columnista en diferentes publicaciones mientras continúa con su labor docente.
Instagram: @gisela.colombo