Más allá de la comercialización de la figura atormentada del héroe depresivo que se ha propagado en los últimos años, Van Gogh debería de ser considerado como un artista de propuesta expansiva extrañamente personal. El dormitorio en Arlés (1.888) funciona muy bien como un ejemplo ilustrativo. Casi sin formación académica, su obra resulta sumamente llamativa al tacto: el manejo de los volúmenes es tal que pareciera que la recámara, en este caso, estuviese chueca, volcada sobre sí misma, en un equilibrio incierto que remite a una realidad desfasada, a punto de colapsar sobre el espectador. Hay algo en las proporciones que funciona solamente sobre sí mismo, y que invita a una inmersión secundaria: primero, la de la perspectiva —como si se estuviese entrando al cuarto—; luego, la de la desestabilización, de la pérdida del suelo.
Pareciera, entonces, que Van Gogh invita a una nueva experimentación de la realidad aparente, enfatizando siempre la intervención de la experiencia individual a cada espectador. El juego de sólidos, la pesadez, la necesidad imperiosa de querer que no se desplome sobre uno mismo: eso es Van Gogh, eso es Arlés en 1.888, eso es el paso al siglo XX.
Van Gogh empezó su carrera seria de pintor relativamente tarde (32 años). Eso sí, desde entonces no pararía de pintar a un ritmo frenético durante 5 años (unos 900 cuadros y más de 1600 dibujos), hasta su trágica muerte.
Mucho se ha hablado de su turbulenta vida y de su locura, de la famosa oreja y de su carácter intratable. Sin embargo, y por mucho que se especule, su arte era de lo más lúcido. Van Gogh no pintaba así por «estar loco», no veía las cosas así sino que fue un audaz experimentador y todo un erudito en la historia del arte.
Paradigma de pintor atormentado, de genio solitario que no vendió ni un miserable cuadro en vida (hoy su obra tiene un valor incalculable), es verdad que tenía serios trastornos psiquiátricos, pero lo cierto es que fue un pintor muy de su tiempo, que evolucionó de la monocromía típica de la pintura holandesa y del realismo de sus ídolos Millet o Rembrandt, al arte colorido con el que lo identificamos hoy en día, pasando por el inevitable influjo del impresionismo.
Tras superar las investigaciones impresionistas, Van Gogh y un puñado de otros amigos experimentadores (Gauguin, Cezanne, Toulouse-Lautrec…) crearon un nuevo estilo, que a falta de un nombre mejor se dio en llamar postimpresionismo. Los colores vivos (y muy matéricos), el abandono del naturalismo, las formas que parecen moverse o caerse. Todo ello fue fruto de una evolución artística lógica más que de los delirios de un demente.
La verdad es que Van Gogh sufrió siempre de depresiones e incluso intentó suicidarse varias veces. Es cierto que se cortó la dichosa oreja (el lóbulo en realidad), que contrajo una sífilis que dañó todavía más su cerebro, que se comía su pintura con plomo, que bebía absenta hasta quedar inconsciente, que sus relaciones sociales y sentimentales fueron desastrosas, que olía fatal, que fue un mantenido por su hermano Theo, que fue internado en psiquiátricos y que acabó pegándose un tiro en el pecho con una escopeta.
Pero sería muy simplista afirmar que su particular estilo (colores chillones, pinceladas bruscas…) se debe a su estado piscológico. En realidad Van Gogh pintaba de esa forma porque ese era su estilo, un estilo lúcida y conscientemente adquirido. Loco o cuerdo, sus cuadros eran relativamente independientes de su psique.
Pese a su fracaso comercial (más condicionado por su personalidad anti-comercial que por su arte) Van Gogh se codeó de tú a tú con los mejores artistas de su tiempo y gozó de su amistad y admiración. Incluso después de su muerte fue admirado y sigue siéndolo.
Su pintura es emocionante y atemporal, brutalmente sincera y muy popular (los profanos en la materia y los niños captan perfectamente la expresividad de su obra). Muy fresca y espontánea (llegó a crear frenéticamente dos o tres cuadros al día), se percibe en su obra la necesidad imperante de pintar.
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